Las elecciones estatales de este año en Estados Unidos —que incluyen la elección de gobernadores en Virginia y Nueva Jersey, y la alcaldía de Nueva York— no solo son una disputa política local, sino una radiografía del impacto persistente del expresidente Donald Trump sobre el sistema democrático estadounidense. Aunque no aparece en la boleta, su influencia ideológica y su retórica polarizadora dominan el panorama político con un peso casi omnipresente.
Desde un punto de vista crítico, lo que estas elecciones revelan no es simplemente la vigencia de Trump como figura política, sino el modo en que su legado ha redefinido los límites del debate público. Su discurso, centrado en la idea de una “América en decadencia” y en la demonización de la inmigración y los medios de comunicación, sigue modelando la narrativa de los candidatos republicanos, incluso de aquellos que buscan distanciarse formalmente de él.
Más preocupante aún es cómo su sombra se proyecta también sobre el electorado demócrata, que parece más movilizado por el temor a un regreso del trumpismo que por una visión renovada de futuro. En ese contexto, la política estadounidense se mueve entre la reacción y el miedo, más que entre propuestas concretas y consensos constructivos.
El fenómeno Trump ha trascendido su persona: es ya una corriente cultural y mediática que pone a prueba la resiliencia institucional del país. Estas elecciones son un ensayo general del clima que se avecina de cara a 2026, donde los votantes deberán decidir si siguen anclados en la polarización o si apuestan por recuperar una política basada en hechos y diálogo.
